Alberto Arauz (@arauz84)
Parecía cernirse sobre el deporte mundial una idea cuyo axioma rezaba que el éxito sólo se alcanza bajo el yugo de un líder feroz y autoritario, que adiestra y somete a un grupo de deportistas. Este mandamás, a menudo mal encarado y con el látigo siempre presto para imponer su ley, se erigía como baluarte y casi exclusivo valedor de los logros de su equipo. Buenas dosis de egolatría, la búsqueda incesante de la confrontación y un afán desmedido por hacer enemigos, parecían ingredientes imprescindibles en la receta de un entrenador de esos que llaman ganadores. Sin embargo, existe otra corriente cuya filosofía camina por derroteros bien diferentes. La discreción y la normalidad, acostumbran a ser sus sellos de identidad. Con ellos, los vestuarios no son un búnker inexpugnable ni las salas de prensa campos de batalla. Éstos, son señalados con la etiqueta de pusilánimes y maleables, y su negativa a aceptar que es la mano dura la única vía para el rendimiento de un futbolista, les sitúa a los ojos de muchos como marionetas en manos de caprichosos vestuarios. Pero a ellos les da igual. Ellos dan un paso a un lado en las victorias. Huyen de los focos. Y generalmente sus equipos no llevan su apellido detrás. Mientras siempre se hablará del Madrid de Mourinho, cuesta pensar que a este equipo se le recordará como el de Carlo Ancelotti.
Basta con sumergirse un instante en la historia del Madrid, para comprobar de un vistazo una cruda realidad. Los éxitos más sonados, llegaron bajo la batuta de técnicos de esos que con cierto desprecio se denominan de perfil bajo. Miguel Muñoz, Del Bosque o el mismo Jupp Heynckens, así lo atestiguan. Muchos ni siquiera recuerdan que fue el alemán el que ocupaba el banquillo aquella velada en Amsterdam allá por el 98. En cambio, ‘sargentos’ férreos como Capello o Mourinho, no alcanzaron en Europa la gloria que perseguían. Ancelotti llegó a Madrid y decidió ser bombero en vez de militar de alto rango. En 9 meses, no se le conocen excusas, encontronazos ni rabietas pueriles. Por el contrario, sí ha mostrado una extraordinaria habilidad para extinguir incendios. Di María o Illarramendi podrían corroborarlo. Y además de buen gusto en el trato del balón, ha instaurado un clima de añorada normalidad en lo que el año pasado parecía un manicomio. Cierto es que le costó arrancar, y que hasta bien entrado el invierno sus envites ante los grandes no fueron para enmarcar. Pero el nunca perdió la calma, ni echó la culpa a UNICEF o al malvado calendario. Y de pronto en primavera, los hombres de Carletto empezaron a aniquilar a los hasta ahora reyes del viejo continente. Barça y Bayern hincaron la rodilla ante el rodillo merengue. Con la Copa en las vitrinas, la liga aún por luchar y la Champions sólo a un paso, parece que el cándido y tibio Ancelotti puede cerrar una temporada de al menos notable alto. Y sin látigo ni trincheras. Las armas del italiano son el fútbol y su ceja.