Alejandro Rozada (@alexrozada)
¡Qué partido el de aquel día! Podrán pasar decenas de años y seguiremos recordando lo que se vivió en Belo Horizonte un martes de julio de 2014. Fue una noche de fútbol para recordar toda la vida, como lo fue la historia de Los Beatles que da nombre a esa película titulada «Qué noche la de aquel día». Igual que los genios de Liverpool se ganaron la eternidad musical por haber sido capaces de romper todas las reglas, ignorando cualquier obligación y saboreando la libertad, los integrantes de la selección alemana desobedecieron el orden preestablecido para protagonizar la mayor gesta futbolística que uno recuerde. El partido perfecto de Alemania, una noche para coronar a una generación que ha espantado a lo grande todos los fantasmas, gafes y fracasos anteriores. 1-7; se dice pronto.
Ninguna revancha mejor que hacerle un siete a toda una campeona del mundo donde más le duele, en su propio Mundial, en un estadio de Mineirāo erigido desde anoche en la versión moderna del mítico Maracaná, el templo donde Brasil se llevó hace más de medio siglo otro mayúsculo batacazo. De 1950 a 2014, la selección brasileña ha escrito una historia triunfal jaleada por cinco Mundiales (1958, 1962, 1970, 1994 y 2002) fraguados sobre todo los tres primeros a partir del denominado «jogo bonito».
Pues bien, no aprovecharé la ocasión para atacar el libreto de Felipāo Scolari, pero lo único indiscutible es que la verdeamarelha ha renunciado al estilo que la convirtió en la selección más laureada. Seguramente, los cariocas tendrán que volver sobre sus pasos y desandar el camino andado para volver a abrazarse a esa corriente triunfal. Porque a día de hoy, y tras la abdicación de España, es la Mannschaft la que lleva a gala el estilo consagrado en México’70 y que ha modernizado precisamente a costa de su impulsora. Fue un ejercicio de superioridad tan sublime, incontestable e inimaginable que el Maracanazo infringido por Uruguay en el 50 se ha convertido en una anécdota en blanco y negro. La ciudad de Belo Horizonte ya estará marcada para siempre como un escenario maldito para el fútbol brasileño; allí tuvo lugar la humillación de todos los tiempos.
Si el fútbol siempre concede revanchas, Alemania ha aprovechado a lo grande la ocasión de vengar la derrota sufrida en el Mundial de 2002. A Joachim Low, una de las mentes más preclaras que ha dado el universo futbolístico, le ha correspondido el honor de vengar la afrenta encajada por la generación capitaneada por Rudi Völler. De aquella selección formada por los Kahn, Linke, Hamann, Jeremies o Ballack, solo queda Miroslav Klose, el mascarón de proa de la nueva Alemania al erigirse con sus 16 goles en el mayor goleador de la historia de los Mundiales. Hace doce años formaba parte de la expedición que sucumbió en la final ante la Brasil imperial de Ronaldo Nazário, autor de dos goles en aquella cita que le sirvió para alcanzar al ariete alemán en la tabla de máximos realizadores. Le costó a Klose tres campeonatos superar la marca del astro brasileño, que incluso expresó en publico su deseo de que su colega teutón no marcara ningún gol más en esta Copa del Mundo. A sus 36 años tuvo su desquite soñado, marcando el segundo de la noche culminando así un rechace de Julio César y allanando el camino hacia una goleada a la que también unen sus nombres Müller, Khedira, Kroos y Schurrle, autores estos últimos de un doblete.
Fue un castigo estremecedor para la resultadista apuesta de Scolari, el mejor premio para una impresionante generación alemana y un resultado para la eternidad. La tradicionalmente adusta sociedad germana tiene motivos para darse un homenaje estos días, pase lo que pase en la final del domingo. Su selección ha goleado a la historia.