El corredor galo se proclama campeón del mundo de ciclismo en ruta en Imola y se convierte en leyenda del deporte a sus 28 años
No es fácil cargar con la presión y el foco mediático que caen sobre ti una vez muestras tu talento en todo su esplendor. Ni cumplir las expectativas, a veces desmesuradas, que se ponen sobre tu rendimiento. Ni mucho menos ser capaz de contener las emociones y los impulsos que te invaden en el desempeño de tu labor. Sin embargo, Julian Alaphilippe no tiene problema con ninguno de esos factores.
De hecho, ocurre más bien lo contrario: le encanta tener a los aficionados y las cámaras encima, le gusta exhibirse; es el relevo natural de Thomas Voeckler y el enésimo eslabón de una escuela francesa en la que la sobreactuación no es sino una forma de conectar con el espectador y con uno mismo.
Además, este corredor del equipo Deceuninck – Quick-Step y la selección francesa de ciclismo solo sabe hacer una cosa con las expectativas: romperlas pasando por encima de ellas. Lleva tres años en los que supera una barrera tras otra cual atleta de los 110 metros vallas. Con un perfil bastante todoterreno, cronológicamente lo hemos visto ganar etapas de la Vuelta y el Tour, clásicas, un monumento del ciclismo (nada más y nada menos que la Milán-San Remo), vestir de amarillo en la Grande Boucle dos semanas y ganar más etapas… y ahora, en esta temporada atípica en la que ha chutado al palo en varias ocasiones, le ha llegado el premio gordo con tan solo 28 años: el Campeonato del Mundo.
A estas alturas todos hemos podido ver varias veces los momentos decisivos de la prueba masculina en ruta del Mundial de Imola/Emilia-Romagna 2020. Una carrera de 258,2 km repartidos en nueve vueltas a un circuito con dos cotas y mucho desgaste en el que el ganador del Tour, Tadej Pogacar, lo probó en solitario, pero cuyo liderazgo asumió la selección belga. Esta endureció todo lo que pudo el ritmo para el gran favorito, Wout van Aert, que tendrá que conformarse, sin embargo, con marcharse de Italia con dos platas, la de la contrarreloj y la de la prueba en línea. Un botín nada desdeñable, todo sea dicho.
Alaphilippe, denominado por muchos «el nuevo Valverde», ya puede decir que se ha coronado con el maillot arcoíris de una forma en la que nunca ha ganado el murciano, cuyo talento no se ha visto acompañado frecuentemente por la mejor táctica de carrera. El francés aprovechó que el grupo de los mejores se había partido en la última ascensión para rematar con un explosivo ataque y marcharse en solitario antes de coronar. Loulou volaba hacia la meta a 10 km del final, llegando a la misma con una renta de 24 segundos sobre sus más inmediatos perseguidores.

Decíamos al principio que Alaphilippe tampoco tiene mayores problemas para contener sus emociones, sentimientos e impulsos y que estos no le jueguen malas pasadas. Quizás sea al revés. Un corredor tan expresivo, peleón y amante del espectáculo tiene que ser a la fuerza un apasionado. Y precisamente eso es lo que lo hace grande y tan querido en medio del pelotón. Loulou no oculta si está cabreado o enrabietado como un niño pequeño cuando alguien le ha cerrado un esprint. Del mismo modo, sus golpes de pedal muchas veces responden a la alegría de atacar y a esas voraces ganas de hacer historia independientemente de cómo se encuentren de piernas sus rivales o él mismo.
En esta ocasión, las ganas de hacer algo histórico eran solamente uno de los estímulos para el galo. Había algo más. Era su oportunidad de encontrarse con alguien muy querido. En el pasado Tour de France el ciclista del Deceuninck se emocionaba al dedicar su victoria de etapa a su padre, recientemente fallecido. No iba a ser menos en el momento que ha encumbrado su carrera y que lo ha llevado al Olimpo del ciclismo para siempre. Alaphilippe quería volar alto, lo más alto posible. Y así fue. Tocó el cielo con las manos y estuvo cerca, muy cerca de su padre, en recuerdo del cual resbalaron desconsoladas lágrimas por la cara del francés desde que entró en meta hasta que se bajó del pódium, ya con el arcobaleno.
Francia llevaba años, quizá décadas, esperando que apareciera un ciclista como Julian. Aunque los 25 años sin ganar grandes vueltas (y 35 añazos desde el último Tour) parece que aún seguirán en aumento, este corredor aguerrido nacido en el centro geográfico de la República francesa ha venido para volver a hacer vibrar al país que hizo del ciclismo un deporte de leyenda y en el cual nación y ciclismo son uno. 23 años llevaba Francia sin ganar el Mundial, y no había mejor manera de recuperar el trono que con un corredor que eriza la piel de todo aquel que lo ve atacar con la ilusión de un niño y las piernas de un auténtico campeón.
Sabemos que el nuevo campeón del mundo hará honor al maillot arcoíris que lucirá durante el próximo año, porque no se guarda nada: lo da todo en la carretera. Por eso, el Mundial de Imola pasará a la historia por haber albergado un día tan grande para el ciclismo: el día en que el deporte más bonito del mundo le devolvió a Julian Alaphilippe todo lo que él le ha dado en tan poco tiempo.